NY. Volveré.

El tercer día en la Gran Manzana termina nuestra misión de reconocimiento y decidimos empezar a visitar lugares previamente negociados, digo bien, negociados. Es la mejor estrategia en cuanto a viajes se refiere, sobre todo si los compartes con una persona con intereses tan opuestos a los tuyos, como es nuestro caso. De ahí que en la mañana más calurosa hasta la fecha nos desplazáramos a uno de los muelles del Midtown West para visitar el Intrepid, un portaaviones cuya cubierta estaba repleta de aviones de todas las clases, un hangar flotante en el que se recuerda la historia viva de EE.UU. como potencia armamentística y destructora. Fue la primera vez en todo el viaje en el que Aitor desapareció de mi lado para fantasear como un niño con uno de sus múltiples fetiches: los barcos de guerra. Las numerosas fotografías de esa parte del viaje dan testimonio de ello. Mientras, me dediqué a vagabundear por ahí, viendo aviones como quien ve pasar el tren, con la clara certeza de que pronto me cobraría mi parte de la "negociación". Justo al lado del Intrepid, en el mismo muelle, conservan un Concorde, cuya exploración me provocó el gustirrinín de que, a pesar de plantarse en Nueva York desde París, y viceversa, en apenas tres horas, esas gentes pudientes disfrutaron de los mismos acomodos que un viajero de la clase Ryanair, es decir, con las rodillas en la nuca y el culo clavado en una madera ligeramente acolchada. Ver para creer. Y como no podíamos irnos del muelle sin visitar algún monumento a la guerra más, de regalo realizamos una inmersión a un submarino nuclear que andaba por allí.
La mañana se nos escapaba entre los dedos y pasito a pasito volvimos a recorrernos todo el Midtown, atravesando de nuevo Times Square, esta vez a la luz del día, nuevamente Fifth Avenue, la zona residencial de la parte Este (no me importaría vivir allí) y alcanzamos la ONU a media tarde, un edificio impresionante que no pudimos visitar porque las medidas de seguridad obligan a hacerlo en grupos guiados que, lamentablemente, estaban cubiertos. De todas formas, hay que dejar algo que ver para la próxima vez, y con un ritmo cansino pusimos rumbo a Central Park, donde sólo nos adentramos hasta el zoo y después a los exteriores del Guggenheim, en cuya calle aledaña, por cierto, se halla el New York Road Runners. Debo decir que fue el día más cansado de todos por la acumulación de kilómetros de los días anteriores, y en previsión del cuarto día nos fuimos derechitos al hotel donde renuncié a cualquier atisbo de conciencia a eso de las 9:30.
La mañana del 16 de julio, a las 6:30 nos ponemos en pie para ir a recoger el juguete alquilado por Aitor, un luxurious car apellidado Cadillac CTS, más cariñosamente conocido como Audrey, una preciosa niña que hizo que Aitor olvidara al niñito de sus ojos, la joya de su corona, su pequeño Sebastian. Salimos de Manhattan por el túnel Lincoln y cogemos la I-95 dirección sur rumbo a Filadelfia. Lo más divertido de los viajes es hacerlos sin preparación alguna, es decir, sin mirarse un solo mapa, mucho menos cuando vas a utilizar algún coche. De esta forma puedes perderte por algún pueblo americano y adentrarte en algún suburbio poco recomendable, a ver si nos quedamos sin ruedas y tenemos una anécdota que contar. En fin, a media mañana conseguimos llegar a destino, "una cosa enorme y gris" llamada New Jersey, para ser más exactos, un acorazado de la II Guerra Mundial, la otra parte de la negociación correspondiente a Aitor y la segunda vez que se le pusieron los ojos brillantes como un niño tremendamente emocionado. La parte mala de la visita es que el barquito es gigantesco, compuesto de innumerables armas y dispositivos de disparo, de todos los tamaños y gustos; la parte buena es que puedes ir por donde quieras y explorarlo como desees. Una vez visitado decidimos aprovechar el día en Filadelfia, una ciudad que me sorprendió agradablemente, supongo que motivado porque su casco histórico, marcado por la independencia de EE.UU., tiene un aire familiar e inequívoco a Inglaterra. De esta forma puedes visitar el famoso Independence Hall, la campana de la Libertad, la casa donde Jefferson escribió la Declaración e, incluso, la casita de Betsy Ross, quien se cree que tejió la primera bandera de la barras y estrellas. Además, se puede pasear por Elfreth's Alley, una calle original de mediados del XVIII, muy entrañable. A eso de las 16:30 volvemos a Manhattan donde nos tragamos un atasco descomunal con algún consabido "fuck you" muy americano, dispuestos a descansar y preparar el día siguiente. Es el momento que elijo para bajar al gimnasio del hotel y rodar un poco para estar lista en mi parte de la negociación.
Amanece el quinto día en Nueva York, el día de los museos. De un total de cuatro previstos, MET, MoMa, Guggenheim y el de Historia Natural, sólo nos da tiempo a ver el primero y el último, y por supuesto no enteros. El MET aloja una colección impresionante que abarca todas las etapas artísticas. Sólo pude ver la colección de arte egipcio, la armería, arte moderno y, por supuesto, siglo XIX francés, mi preferido, una colección muy extensa con todos los maestros del Impresionismo, y una de las partes de mi negociación. Debo añadir en este apartado una pequeña observación, o más bien una queja, motivada por aquellos "paletos" andantes que, en vez de dedicarse a contemplar los cuadros con detenimiento y dejándose atrapar por ellos, llegan con sus cámaras de fotos y sacan una instántanea de todos los cuadros, quien sabe si para contemplar dichas fotografías con gran regocijo, enseñarlas con todo el orgullo del mundo ante aquellos desposeídos de la facultad de encender un ordenador y buscar las mismas fotografías en Internet. Ver para creer. Como la estampa de Central Park, un parque que debería estar en todas las ciudades del mundo, un lugar que me llegó al corazón de una forma muy particular, aunque eso se merece una entrada especial.
La tarde entera se nos fue en el mítico Museo de Historia Natural en sus diversas secciones de astronomía, geografía y geología, zoología, paleontología. Un clásico la ballena azul y los dinosaurios y muy entretenido sobre todo si vas con niños. Volvemos al hotel andando, atravesando cada una de las manzanas y, ya de noche, una tormenta nos sorprende en la ciudad de los rascacielos. Uno está acostumbrado a que cuando llueve rápidamente surge un olor característico, muy agradable, catártico. Pues bien, si alguien me pregunta a qué huele NY cuando llueve, debo decir que no huele, hiede, sobre todo a pis. Ver para creer.
Sexto día en Manhattan; son las 7 de la mañana y comienza la otra parte de mi negociación, la más esperada, el Run for Central Park, cuyas impresiones prefiero recoger en una entrada a medida, como ella se merece. Sin embargo, cuando acabé la carrera y pude ducharme en el hotel, Sonia's day continuaba con una buena sesión de compras en unos outlets, donde pacientemente rebusqué, encontré y conquisté, sobre todo ropa deportiva y souvenirs. Ya por la tarde visitamos el
Toys r Us de Times Square, un auténtico espectáculo para los niños, y no tan niños, puesto que Aitor volvió a desaparecer de mi lado para mezclarse con el gentío admirando los juguetes gigantes que allí se encontraban. Mi última noche en NY tenía que ser desde el aire, desde el Rockefeller Center, una visión de la ciudad mucho mejor que la del Empire State, como bien me recomendó CarLitros, sólo que se le olvidó añadir que no era apta para aquellos que tienen vértigo, como es el caso. Hacía tiempo que no experimentaba esa sensación de vacío y pavor. En un momento en que me encontré sola, en la terraza superior, estuve a punto de tirarme al suelo en un momento de pánico que Aitor se encargó de solucionar sentándome en un banquito, bien pegado a la pared, en la terraza inferior. Desde ahí sí que hay unas vistas estupendas.
Y en estas llegamos al último día, el último paseo por Manhattan donde descubro rincones con cascadas, donde visito FAO Schwarz, una juguetería con sabor de antaño situada en la 58th con Fifth Ave, aquella del famoso piano tocado por Tom Hanks en la película Big, y también el impresionante Madison Square Garden, último lugar de esta larga travesía. No tengo ninguna duda: volveré.

2 comentarios:

Rafa González dijo...

Buaaaa!!! yo quiero irme yaaaa!!
Me ha encantado!!! Espero visitar todo lo que tan bien describes.
A la espera de nuevas entradas...

Unknown dijo...

No sabía que tenías vértigo... lo siento.

De todos modos, pienso que merece la pena subir y admirar Manhattan desde ese edificio.

Volverás, y cuando vuelvas volverás a decir que volverás, pues cuando te vas de NY siempre te queda la sensación de que te has dejado algo por hacer.

Un beso